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Miguel y su mirada triste

Con la llegada del verano, bajan los niveles de consciencia. 

Miguel tiene 82 años y la memoria empañada, pero no tanto como para no recordar que ha sido abandonado, aunque él preferiría olvidarlo y así mitigar el dolor. Miguel da vueltas entre las sábanas de una cama extraña y tiene la lección aprendida, pasa los días sin contestar a los médicos por miedo a que le den el alta, no tendría dónde ir. Sabe que a su edad, si no da muchas explicaciones, tiene achaques suficientes como para pasar un mes ingresado. Sus tres hijos, por desgracia, también lo saben.

Miguel quedó viudo y repartió la herencia en vida. Gran error, me dice. Al principio todo eran alegrías y jolgorio pero, una vez la vejez llamó a su puerta y le fue imposible ayudar con los nietos, las visitas se distanciaron hasta ser recuerdos borrosos.

 

A lo que iba. Miguel entró por urgencias a principios de junio. Lo trajo uno de sus hijos, que mientras pasaba el triaje tenía a toda la familia en el coche, impaciente por empezar sus tres semanas de vac

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aciones, casi un mes de mocosos desagradecidos con su tono chillón y una mujer odiosa quejándose por todo. Aquí estará nutrido, limpio y descansado, qué más quiere el viejo, se preguntan sus hijos. En esa ocasión, por lo menos, lo arrumbaron en oncología por falta de camas. La estancia es relativamente distendida y confortable, en esa planta se respira cierta ilusión y un espíritu de lucha, de esperanza, así que la prefiere a traumatología, con demasiado quejica dando alaridos de dolor.

Miguel no se inmuta, todo lo hace pausado, sin prisa, para qué. Sólo sabe que pasan las horas por el tipo de comida que le sirven. Cómo odia esas jodidas bandejas insípidas. Todos los días lo mismo, todos los días igual. Ya estamos en julio y sigue sin hablar con los médicos. No ve la televisión, no lee la prensa, tampoco pasea. Sólo está ahí, mirando no sé donde, nada más.

Miguel tiene una mirada limpia, azul, triste. Supongo que hace años sonreía, pero hoy cuesta reconocer detalles de ese alguien que a buen seguro dio la vida por sus hijos y amó intensamente a una sola mujer, la de su vida, que disfrutó de cada momento y supo pelear duro por los suyos, buscando una existencia tranquila, sin lujos, pero eso sí, unida. Ese Miguel desapareció el día que descubrió que era un estorbo. Ahora es una sombra añejada, encorvada por no querer erguirse, por el peso de la pena. Aún así madruga cada día. Se afeita, se viste con la misma ropa y se sienta en el sillón de acompañante esperando que a su hijo le remuerda la conciencia y venga a recogerlo. A media mañana, una vez admitida la realidad, antes de que pase el médico, se pone el pijama del hospital y se acuesta anhelando el día siguiente mientras perfecciona el llorar para dentro. Enmudecerá hasta que despunte de nuevo el alba para decirme que su hijo vendrá, y vuelta a empezar.

Las enfermeras conocen la verdad, se han acostumbrado a estas situaciones. Intentan animarlo, le dan postre doble, le hablan con ternura, pero todo es inútil. Miguel acepta sus gestos pero nada cambia. Es una rutina miserable y vergonzosa en la que cada minuto que pasa es un minuto menos para salir de allí, es lo único que le consuela.

Hoy es miércoles 5 de julio, terminan las vacaciones y Miguel ya está sentado en el sillón, como un pincel, listo para irse. Esta vez sí, sus ojos se iluminan, distingue acercándose por el pasillo el taconeo resignado de la pérfida de su nuera y el chancleteo cansado del imbécil de su hijo. Entran en la habitación y saludan como si nada. Te veo muy bien papá, dice el cabrón. Y Miguel, con la bondad de un perro perdido que reencuentra a su dueño, le abraza con una emocionada sonrisa y le pregunta por los niños. Su familia sale y él se acerca, me estrecha la mano para despedirse. Qué quiere que haga, me pregunta sollozando en voz baja para no ofender a su hijo, son lo único que me queda. Se seca las lágrimas y sigue apresurado los pasos de una familia que, Miguel lo sabe, ya está buscando una excusa para quitárselo pronto de en medio.

Esto que han leído es ficción, pero también es real. Miguel no existe, o sí, pero se llama José, Victoria, Manuel, o como usted mismo mañana. Llega el verano y aumenta el número de ancianos arrinconados en hospitales públicos por sus propias familias, un drama descarnado y mudo.
P.D.- Miguel, allá donde esté, ojalá que el próximo verano pase rápido y usted siga viviendo lento.

 

El texto es una reproducción exacta de lo escrito por Javier Muriel Navarrete en La Opinión de Málaga el 05 de Julio de 2017 y sirva como agradecimiento por esta reflexión tan importante.

http://www.laopiniondemalaga.es/opinion/2017/07/05/unico-les-queda/942027.html

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